El incidente de aquel día en la playa pronto quedó olvidado, cuando Juana anunció que, finalmente, se tomaba unas muy merecidas vacaciones.

    Todos se despidieron con gran cariño y considerable tristeza de la querida cocinera. Cabía dentro de lo posible que Juana no regresara a “Villa Kirrin”, si no era en calidad de invitada, siendo Jo quien definitivamente ocupara su lugar.

    La buena mujer no pudo evitar que sus ojos se cuajaran de lágrimas en el momento del adiós.

    - Pasaré el verano en Greyton, en casa de mi prima –explicó a tía Fanny-. Si me necesita, para cualquier cosa, no dude en llamarme –y le tendió un pedazo de papel, donde había dejado por escrito las señas de Molly.

    - Usted preocúpese sólo de descansar, Juana, y de nada más –replicó tía Fanny, dulcemente, y cogiendo una mano de Juana entre las suyas, la apretó con fuerza.

    De uno en uno, Los Cinco se despidieron de Juana.

    -Adiós, señorito Jorge –le dijo a la muchacha, abrazándola. Había sido tal su deseo de haber nacido varón que, cuando niña, Juana se dirigía a ella como “señorito”. Y aún mantenía la costumbre.

    Jorge sintió un nudo en la garganta y parpadeó rápidamente, luchando por contener las lágrimas. Siempre había hecho gala de no derramar ninguna, considerando el llanto una debilidad propia de mujeres. Pero en esta ocasión le resultó harto difícil no emocionarse: Juana la era tan familiar como su propia madre.

    Entonces, Juana abrazó por turnos a Ana, que reprimió un sollozo, y a los dos chicos.

    - Cuídese mucho, Juana –le pidió Julián con calor.

    - Sí, Juana, cuídese –corroboró Dick. Y añadió con entonación traviesa:

    - Porque si no… ¡no me va a quedar más remedio que ir hasta Greyton, y hacerla entrar en razón con su propio rodillo! –aquella era la eterna amenaza de la cocinera.

    - ¡Señorito Dick! ¡Es usted incorregible!  –exclamó la mujer escandalizada, pero no pudo evitar reírse.

    Acarició a Tím, que le lamió la mano con afecto, y por último se despidió de Jo:

    - ¡Tú! –dijo apretándola contra sí, con gran cariño-. ¡Pórtate bien! Obedece a la señora en todo lo que ella te pida. Sé buena, ¿me oyes?

    - Lo seré –prometió Jo con sinceridad-. Dale mis recuerdos a Molly.  

    Juana cogió su maleta y salió de la casa, recorriendo el sendero del jardín. Cuando hubo llegado a la cancela, miró atrás una última vez y vio como la despedían moviendo sus manos en el aire, desde el umbral. La mujer correspondió al saludo y se apresuró a marchar, embargada por la emoción.

    Tía Fanny expresó su deseo de poner las cuentas al día y Jo regresó a sus quehaceres. Los Cinco quedaron a solas en el vestíbulo, con el ánimo sombrío tras la despedida de Juana.

    - ¿Sabéis que nos animaría? –dijo Julián súbitamente inspirado. Sus hermanos y su prima le miraron con expresión interrogante, e incluso Tím alzó bien tiesas las orejas-: Pasar el día en la Isla.

    A Jorge se le agrandaron los ojos, entusiasmada, y apoyó sus palabras con fervor:

    - ¡Oh, sí, hagámoslo! ¡Hace siglos que no vamos Los Cinco juntos! Estoy segura de que Alf ya tendrá listo mi bote.

    Todos acogieron la idea con gran alegría: pasar el día en la Isla, como cuando niños, era la mejor cura contra la tristeza por la marcha de Juana.

    Ellos mismos empaquetaron una veintena de sándwiches y partieron rumbo a la playa. Cuando llegaron, se acercaron adonde los pescaderos tenían anclados sus botes. Algunos hombres se encontraban faenando en sus embarcaciones, limpiándolas o examinando sus redes. Un joven de unos veinte años, con el rostro quemado por el sol y de fuertes brazos, debido al esfuerzo diario de subir una red repleta de peces, se puso una mano sobre los ojos, a modo de visera, y al reconocer a Jorge la saludó con amplia sonrisa:

    - ¡Buenos días, señorito Jorge! Su bote ya está listo, esta misma mañana he comprobado que la pintura estuviera seca.

    - ¡Hola, Alf! ¡Me alegra oír eso! –replicó Jorge, sonriendo a su vez. Señaló a sus acompañantes-: ¿Recuerdas a mis primos?

    - Por supuesto –respondió Alf, y bajó a tierra. Se acercó a ellos y estrechó vigorosamente las manos de Julián y Dick. Luego, quitándose la gorra, dedicó a Ana una leve inclinación de cabeza. Los ojos del joven pescador eran tan azules como el mar, y su piel tan morena como la de un gitano. Además de fuerte, era bien parecido, y Ana no pudo evitar ruborizarse, bajando con timidez la mirada.

    Alf les indicó dónde había amarrado el bote, y tras despedirse de ellos regresó al trabajo. Los cuatro jóvenes y Tím anduvieron hasta la vieja embarcación, pintada completamente de rojo, remos incluidos.

    Jorge acarició su bote, como si de un viejo amigo se tratara. Entre todos lo empujaron mar adentro, hasta que el agua les llegó por las rodillas, y luego saltaron a él. Julián cogió el par de largos y pesados remos, y le tendió uno a Jorge. La muchacha remaba mejor que cualquier hombre. Mientras, Dick se acomodaba y Ana colocaba la cesta con los sándwiches. Tím, como de costumbre, se había instalado en la proa, erguido sobre sus cuatro patas, cual mascarón.

    Julián y Jorge remaban con energía, acompasados, pero pronto esta última empezó a acusar el esfuerzo: ya no eran niños, sino adolescentes cuyo peso era casi el de un adulto. Especialmente los dos chicos. Jorge, por supuesto, no dijo nada al respecto, y aguantó estoicamente hasta que los brazos le ardieron de dolor. Dick, que observaba el rostro congestionado de su prima, arqueó las cejas gentilmente, preguntándole con la mirada. Jorge, haciendo de tripas corazón, asintió con la cabeza y, sin mediar palabra, cambiaron los puestos.

    El bote se deslizaba rápidamente sobre el agua. La Isla iba haciéndose más y más grande a sus ojos, según se iban acercando. El viejo castillo en ruinas se alzaba orgulloso en el punto más alto del islote, con su enorme arco medio derruido, su escalera de piedra y sus dos torres. Una de ellas se conservaba prácticamente intacta, mientras que la otra apenas seguía en pie.

    Julián y Dick sortearon con sumo cuidado las rocas, guiados por Jorge, y llegaron así a la pequeña cala donde siempre desembarcaban. Saltaron del bote y una vez más empujaron entre todos, hasta dejarlo suficientemente tierra adentro para prevenir que la marea, cuando subiera, pudiera llevárselo consigo.

    Ana dejó escapar un agudo chillido, emocionada:

    - ¡Estamos en la Isla, otra vez!

    Tím rompió a ladrar como loco, excitado, y el eco de sus ladridos reverberó por todas partes. Dick soltó entonces un alarido de júbilo, que también repitió el eco. Todos rieron y echaron a correr con alegría salvaje, saltando de roca en roca.

    Arriba, en la verde explanada, los conejos silvestres les miraron con ingenuidad. Algunos eran poco más que bebés, pequeñas bolas de pelo de aspecto algodonado. Tím echó a correr tras ellos, y los animales huyeron despavoridos.

    - ¡TÍM, NO! –le ordenó Jorge, con verdadero enfado.

    Tím obedeció a su ama, mirándola con reproche.  Jamás comprendería las razones por las que Jorge le prohibía perseguirlos. ¿Para qué servían los conejos, si no era para darles caza?

    Recorrieron la explanada en dirección al castillo, y no tardaron en encontrar a sus pies la entrada al viejo pozo, que bajaba hasta las mazmorras. Unas tablas de madera sellaban la entrada, para prevenir accidentes. De rodillas en la hierba, las retiraron con precaución y miraron dentro.

    Allí seguía la escalera de hierro adosada a la pared, y la roca que bloqueaba gran parte de la luz del pozo. Aquel obstáculo no permitía ver más allá, pero sabían que a medio camino la escalera de hierro se interrumpía.

    Durante un breve instante, todos recordaron como Dick había descendido por la escalera, sorteando la roca y teniendo que atar una cuerda al último escalón, descolgándose con ayuda de ella, para completar el último tramo. De esta manera, había conseguido llegar a las mazmorras y liberar a Julián y a Jorge, que se encontraban prisioneros.

    - ¡Qué valiente fuiste, Dick, bajando por aquella cuerda hasta el fondo del pozo! –comentó Ana con verdadera admiración.  

    - ¡Y qué canijo! –replicó Dick con una mueca, maravillado de haber cabido por el estrecho espacio que la roca dejaba libre.

    - Realmente podías haberte matado -terció Julián con gravedad-. Uf, se me ha puesto la carne de gallina sólo de pensarlo.  

    Devolvieron a su lugar las tablas y continuaron su camino. Llegaron al castillo y recorrieron sus estancias, rememorando la noche que habían acampado en una de ellas. Igual que en el pasado, los grajos seguían anidando en la torre y llenaban el aire con el chasquido de sus picos.

    Jorge asomó la cabeza por un enorme hueco en la pared, que daba al lado opuesto de la Isla. Abajo, encajada entre las rocas, se encontraba una antiquísima fragata. Aquel barco había naufragado hacia siglos, hundido hasta el fondo del mar. Pero, años atrás, una  portentosa tormenta lo había sacado a flote desde las profundidades. Y en él Los Cinco habían encontrado un mapa de la Isla, que les había conducido hasta un increíble tesoro perdido. Aquella había sido su primera aventura.

    - ¡Jorge, vamos! –oyó que la llamaban sus primos.

    Se reencontró con ellos y salieron juntos del castillo. Anduvieron bordeando la Isla, con la brisa procedente del mar revolviéndoles el pelo y respirando un delicioso aire salado.

    - Parece que fue ayer cuando encontramos los lingotes de oro en las mazmorras, ¿verdad? –suspiró Ana con nostalgia.

    - Sí… y también que dejamos encerrado en ellas a ese desgraciado de Edgar Stick –apuntó Dick con maliciosa sonrisa.

    - Se lo merecía –afirmó Jorge contundente, sin remordimiento ninguno-. ¡Aquellos horribles Stick! Se horrorizaron al descubrir a su hijo allí dentro… cuando ellos habían encerrado en primer lugar a Jenny Amstrong, que sólo tenía cinco años. ¡Qué salvajes!

    Mientras hablaban, habían llegado hasta el punto donde se había erigido la torreta de tío Quintín. Durante un verano, Jorge había sufrido con la visión de aquella construcción de plástico, necesaria para que su padre llevara a cabo un importante experimento. Pero tío Quintín había cumplido su palabra, y una vez hubo concluido, había desmontado la torreta. Ahora, sólo el cambio de color en la hierba probaba que había existido.

    Iban a pasar de largo, cuando Julián llamó su atención:

    - Esperad un momento –y  poniéndose de cuclillas recogió algo de entre la hierba.

    - ¿Qué es? –preguntó Jorge, y su primo se lo mostró: era un cigarrillo a medio consumir. Estaba en buen estado, lo que significaba que había sido abandonado recientemente. La muchacha exclamó, colérica-: ¡Alguien ha estado en mi Isla!

    - Nuestra Isla –rectificó Dick-. Sí, es evidente que alguien ha estado aquí sin permiso… ¿Habrá sido algún turista?

    - Eso es imposible –replicó Jorge-. Sólo los pescadores de Kirrin saben sortear las rocas que rodean la Isla, y tienen prohibido traer a nadie.

    Julián, que había permanecido pensativo, se irguió, y guardando el cigarro en el bolsillo, dijo:

    - También tu padre encontró una colilla aquel verano, cuando realizaba sus experimentos… y descubrió así que le estaban espiando. En aquella ocasión habían entrado en la Isla saltando en paracaídas.

    Los demás guardaron silencio, asimilando sus palabras, hasta que Dick lo rompió, resoplando despectivamente.

    - Vamos, Julián, ¡no exageres! –se burló-. Lo más probable es que un dominguero haya conseguido llegar a la Isla, sobornando a algún pescador. Además, hace años de aquel experimento y tío Quintín se lo llevo todo. No queda nada de interés en la Isla en ese sentido…

    - Que nosotros sepamos –le interrumpió Julián.

    Jorge, sin embargo, aceptaba la teoría de Dick, pues dijo apretando los puños:

    - ¡Hablaré con Alf y descubriré quién trajo turistas a mi Isla! Y se lo haré pagar caro.

    - Tranquilízate, Jorge, que del humo que estás echando, en Kirrin se preguntan si hay un incendio en la Isla –se burló Dick, que como de costumbre, aprovechaba la mínima ocasión para hacerla de rabiar.

    -¡Idiota! –exclamó Jorge, propinándole un fuerte empujón.

    Los cuatro jóvenes rieron, Jorge incluida, y Tím ladró entusiasmado: siempre parecía querer unirse a sus risas.

    - Paremos a comer –pidió Ana entonces.

    - ¡Maravillosa idea! –corroboró Dick-. Volvamos a la barca a por la cesta y hagamos el picnic allí mismo, en la cala –propuso. 

    Todos se pusieron en camino y el misterio del cigarrillo cayó en el olvido, excepto para Julián. El joven tomó nota mental de, en cualquier caso, poner sobre aviso a su tío. No sería la primera ni la última vez que enemigos de la Gran Bretaña pretendían hacerse con sus secretos.

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