A la mañana siguiente, Jorge despertó sintiendo el peso de Tím. El perro siempre dormía a sus pies, a pesar de la oposición de su madre, que hacía años que había dado la batalla por perdida. Jorge movió las piernas para levantarse y Tím gimió: soñaba que corría tras las decenas de conejos que habitaban la Isla de Kirrin. En la realidad, su ama le tenía terminantemente prohibido darles caza.

    Con cuidado para no despertar a Ana, que seguía profundamente dormida, con su largo y dorado cabello desparramado sobre la almohada; Jorge se vistió y bajó al piso inferior. Desde las escaleras, pudo oír a Juana amonestando con dureza a Jo:

    - ¡Has quemado el tocino! ¡Te dije que no te separaras de la sartén! Habrá que tirarlo… ¡qué desperdicio!

   Jorge no pudo evitar sonreír para sí misma, con maliciosa satisfacción, al saber a Jo en apuros. Entró en el comedor y esperó, sentada a la mesa.

    No mucho después, la acompañaban sus tres primos y su madre. Su padre se encontraba en su despacho, demasiado ocupado aquellos días para bajar siquiera a desayunar. Juana le subía una bandeja en aquellos momentos. Jo, por su parte, entraba y salía del comedor, disponiendo el desayuno sobre la mesa. Vestía lo que parecía un uniforme: una camisa arremangada y un corto delantal sobre la falda, todo ello de un blanco impoluto. Cuando pasó cerca de Dick, éste, disimuladamente, le susurró:

    - Cielos… ¿de qué vas disfrazada?

    Jo le miró, furiosa, pero Dick le guiñó un ojo mientras sonreía, y la muchacha se relajó un tanto. No obstante, le dedicó una fea mueca, que tía Fanny presenció, perpleja. Jo, sabiéndose pillada in fraganti, se apresuró a huir a la cocina, antes de que su patrona opinara algo al respecto.

    - Tía Fanny, ¿nos necesitarás hoy? –preguntó entonces Julián.

    Su tía, que había seguido con la mirada a Jo, aún asombrada, dirigió su atención a Julián:

    - No, querido. ¿Por qué? ¿Tenéis algo planeado?

    - Nada en concreto, pero nos gustaría pasar el día por nuestra cuenta.

    - Muy bien –dijo su tía, sonriendo con aprobación-. Le pediré a Juana que os prepare un picnic.

    Una vez terminaron de desayunar, Los Cinco se reunieron para decidir la jornada.

    - Podríamos, sencillamente, pasar el día en la playa –propuso Julián.

    - No, hagamos algo diferente –contradijo Dick-. Vayamos a explorar las Cuevas de Miller. Están a tan solo unas millas de aquí –le encantaba la espeleología.

    - Ni hablar –se negó Julián con firmeza-. No hemos traído a Kirrin ni el calzado ni el equipo adecuados. Sería demasiado peligroso. Además esas cuevas son famosas por laberínticas: más de una persona se ha perdido en ellas.

    - Bajemos al pueblo a ver las tiendas y pasear –opinó Ana, que disfrutaba de este tipo de salidas. Jorge puso los ojos en blanco, despectivamente.

    - Podríamos ir a la Isla –terció Dick de nuevo, súbitamente animado ante la  perspectiva. Pero su prima negó con la cabeza:

    - No podemos: Alf aún está reparando mi bote –de pronto, a Jorge le brillaron los ojos: acababa de tener una idea maravillosa-. ¿Y si cogemos nuestras antiguas bicicletas y vamos de excursión, como en los viejos tiempos?

    En el acto, todos estuvieron de acuerdo:

    - Me parece una gran idea –admitió Julián con una sonrisa.

    - ¡Oh, sí, hagámoslo! –pidió Ana dando un pequeño salto, por la emoción.

    - ¡Es una idea aplastante! –apuntó Dick. Su hermana se echó a reír:

    - ¡Oh, Dick, no me puedo creer que hayas utilizado esa palabra! ¡Hacía años que no te la oía! Antes no te la quitabas de la boca… ¡para ti todo era “aplastante”!

    Todos rieron las palabras de Ana, e incluso Tím ladró de contento y le lamió una mano a Dick, para demostrarle que él opinaba lo mismo: una excursión en bicicleta, Los Cinco juntos, era una idea aplastante.

    Menos de una hora después, salían de “Villa Kirrin” haciendo rodar sus bicicletas y con el suculento picnic que Juana les había preparado.

    - Muchas gracias, Juana. ¡Es usted un auténtico tesoro! –la alabó Dick con sinceridad, cogiendo el paquete que le tendía la mujer.

    Jo, al lado de la cocinera, miraba a Los Cinco con expresión alicaída.

    - No estés triste, pequeña –le dijo Dick enternecido-. La próxima vez –le prometió, dándole un cariñoso y leve tirón de oreja.

    Tras despedirse de tía Fanny, salieron por fin al camino y pedalearon, dejando el pueblo y la playa a sus espaldas. Jorge les había hablado de una zona de la comarca, no muy lejos de allí, de hermosas vistas sobre altos acantilados.

    Los cuatro jóvenes, inmensamente felices, recorrían millas sobre sus bicicletas, bajo el tibio sol de julio. Tím les iba a la zaga, corriendo eufórico sobre sus cuatro patas, con su larga lengua colgando entre los dientes. A ambos lados del camino, dejaban atrás campos repletos de rojas amapolas. Sobre sus cabezas, el cielo era de un intenso azul, apenas roto por algunos jirones blancos de nubes.  

    Por fin, tras una hora de agradable pedaleo, se detuvieron a descansar.

    - Uf, estoy con la lengua fuera, como Tím –bromeó Dick, agotado. Y sentándose en la hierba, se recostó contra el tronco de un árbol y se echó el sombrero sobre los ojos.

    Los otros se dejaron caer también al suelo, imitándole. Abrieron la botella de naranjada que Juana les había preparado y bebieron por turnos. Estaba deliciosamente fría.

    - ¿Qué es aquello? –señaló Ana de pronto.

    Jorge siguió la dirección de su dedo: su prima le indicaba una enorme casa, que incluso desde aquella distancia, semejaba encontrarse en ruinas.

    - Creo que es Wilton House. Una auténtica excentricidad en mitad de la campiña –dijo Jorge arrugando la nariz con desprecio-. Propiedad de un individuo absurdo que se fue a hacer las Américas, y regresó como un nuevo rico al lugar de donde salió.

    - Pero parece abandonada –objetó Julián.

    - Porque lo está: una casa así es muy difícil de mantener y el dueño no supo, o no quiso, invertir dinero en ella. Finalmente tuvo que ponerla en venta. Por supuesto, no encontró comprador alguno, y la casa, sencillamente, se acabó viniendo abajo.

    - Acerquémonos a verla –propuso Julián, que había escuchado la historia con interés. Se inclinó para sacudir a Dick, que se había quedado dormido.

    Una vez en pie, montaron de nuevo en sus bicicletas y rodaron hasta la casa abandonada.

    Vista de cerca, parecía más una mansión que una casa de campo. Tenía tres alturas y parte del tejado se había hundido, dejando en su lugar un enorme hueco por donde entraban y salían los pájaros. Era muy probable que hubieran anidado allí dentro. En la fachada aparecían enormes ventanales, cuyas cortinas no dejaban ver el interior. Alrededor del edificio, crecía la maleza. Una alta y oxidada verja encerraba el recinto. Parecía haber sido construida a posteriori, para que nadie habitara en las ruinas.

    - Ojalá pudiéramos acercarnos más –pensó Dick en voz alta.

    Jorge, muy decidida, se agarró con ambas manos a la verja, y ya se disponía a escalarla cuando Julián la agarró a su vez firmemente del brazo, obligándola a soltarse.

    - ¿Qué crees que estás haciendo, cabeza loca? ¿Acaso quieres cogerte el tétanos? ¿No has visto lo oxidada que está? –le riñó su primo.

    - Podríamos escalar este árbol –señaló entonces Dick. Un gran roble nacía donde ellos se encontraban y su tronco, tan inclinado que casi iba paralelo al suelo, rebasaba la verja.

    - Otra brillante idea –comentó Julián con sarcasmo-. Francamente, entre los dos vais a conseguir que me salgan canas –Ana se reía, divertidísima-. Da igual como entremos, seguiría siendo allanamiento de morada, que es un delito, debo recordaros.

    - Oh, por Dios, Julián, no ensayes con nosotros tus discursos de abogado –se quejó Dick, mordaz. Los otros tres, Julián incluido, no pudieron evitar reírse. Incluso Tím soltó un corto ladrido y golpeó el suelo con la cola.

    - Esta casa lleva años abandonada, Julián –dijo Jorge-. No haríamos daño a nadie si entráramos a explorarla. Sin tocar nada –añadió apresuradamente.

    - ¿Pero qué esperas encontrar? –le preguntó Julián con asombro.

    - Poca cosa… Lo de siempre: pasadizos secretos, armarios de doble fondo, paneles móviles en las paredes, lingotes de oro, un tesoro de la época de los normandos, artículos de contrabando… -iba enumerando Jorge con los dedos. Nuevamente rompieron todos a reír con ganas.

    - Está bien –accedió Julián secándose los ojos, húmedos de hilaridad-. Pero sólo si, estando tan abandonada como dices, encontramos algún lugar por donde entrar con tranquilidad. Nada de escalar verjas ni árboles, ¿me oís?

    - Sí –respondió Ana de inmediato. Siempre acataba las órdenes de su hermano mayor.

    - Oído –asintió Dick.

    - Sí, mi Capitán –repuso Jorge con voz dócil, pero sus ojos brillaban.

    Dejaron las bicicletas apoyadas contra aquel roble, y comenzaron a andar siguiendo la verja, confiando en que en algún momento ésta desapareciese, dando paso a una entrada –presumiblemente una puerta abierta- por donde pudieran penetrar.

    Encontraron un boquete en la verja, a ras del suelo, pero tan pequeño que ni siquiera Ana, arrastrándose, hubiese podido franquearlo sin quedar atrapada. Tím, sin embargo, se acercó resueltamente, dispuesto a intentarlo.

    - ¡No, Tím, ni se te ocurra! –exclamó Jorge haciéndoles pegar un brinco. El perro se giró y miró a su ama con ojos de reproche-. La última vez que hiciste algo semejante, Ana tuvo que seguirte y casi te rompe una pata, tirando de ti.

    - ¡Sólo le disloqué la pata, Jorge! –exclamó a su vez Ana, dolida. Aún se sentía culpable por aquello-. Y fue haciendo lo posible para que no se hundiera más en aquella madriguera de conejos. De no ser por mí, Tím todavía seguiría allí –le recordó.

    - Sí… y ese fue el principio de una emocionante aventura, que nos llevó hasta la barca de Juan el Descarado –recordó Dick a su vez, con nostalgia.

    Reemprendieron la marcha y pronto se toparon con una gran puerta, que antaño se había abierto para que los coches entraran en la finca. Ahora, unas gruesas cadenas la abrazaban, selladas por enormes candados. Pasaron de largo y continuaron.

    Habían dado prácticamente la vuelta entera, y perdido toda esperanza de poder entrar de la forma en que Julián había dispuesto, cuando, por fin, encontraron una pequeña puerta. Fue Dick quien, por casualidad, dio con ella.

    -¡Esperad! –llamó a sus compañeros-. Creo que aquí hay algo.

    Frondosos y altos matorrales ocultaban aquella puerta, tanto a un lado como al otro. Sin embargo, no parecía bloqueada como la anterior. Apartando con cuidado las ramas, Dick accionó el pomo y, milagrosamente, la puerta se abrió.

    -¡Ábrete, Sésamo! –dijo con voz profunda, sonriéndoles.

    Jorge, como no podía ser de otra manera, fue la primera en franquearla.

    - Espera, Jorge –la llamó Julián-. Aunque se pueda acceder por aquí, es evidente que, abandonada o no, está prohibido el paso a esta casa. Esta puerta, oculta por la maleza, ha debido pasar desapercibida.

    - Pero, Julián, ¡no irás a echarte atrás ahora! –dijo Jorge, que estaba dispuesta a entrar a cualquier precio.

    -Sí, me desdigo de mis palabras, he cambiado de opinión –replicó Julián con firmeza-. No sólo desconocemos si esta propiedad tiene dueño, sino si puede estar habitada por indigentes o algo peor –al decir esto último, miró a Ana. No quería ni imaginar el exponerla a un peligro semejante.

    Jorge tomó conciencia de sus palabras y, aunque de mala gana, volvió a rebasar la puerta. Por una vez, todos estuvieron de acuerdo en abandonar la imprudente empresa.

    - ¿Qué hacemos ahora? –preguntó Jorge abatida, cuando recogieron sus bicicletas. La perspectiva de explorar con sus primos aquella casa, como en el pasado, le había llenado de ilusión y ahora se sentía decepcionada.

    Julián, al comprender el ánimo de Jorge, le rodeó los hombros con su brazo y dijo:

    - Continuaremos nuestra excursión. Y cuando lleguemos al lugar del que nos hablaste, disfrutaremos de unas vistas espectaculares… y de unos sabrosos sándwiches de carne.  

    - ¡Un gran plan! Hace rato que me suenan las tripas –aplaudió Dick la idea. Justo en ese momento, efectivamente, su estómago gimió y sus compañeros rompieron a reír.

    Montaron una vez más en sus bicicletas, para retomar el camino anterior. Jorge echó un último vistazo a la casa… y el corazón le dio un vuelco al descubrir, durante apenas un segundo, un rostro que les escrutaba desde detrás de una cortina del tercer piso.

    - ¡JULIÁN! –llamó, apremiante.

    Sus primos echaron un pie a tierra y se giraron para mirarla.

    - ¿Qué ocurre? –preguntó el interpelado, alarmado.

    Su prima volvió a mirar en dirección a la casa, pero esta vez no vio nada. La cortina estaba en su sitio, inmóvil, y nadie se ocultaba tras ella. ¿Quizás se lo había imaginado?

     - Me había parecido… -empezó. Pero entonces recordó cómo Dick se había burlado de ella el día anterior, por haber creído también que alguien les observaba. Avergonzada, tomó aire y dijo: - No era nada, siento haberos asustado. Sigamos.

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